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Orgullosa ternura

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  Noche recogida. Retrotrae al pasado y transporta al domingo soleado, uno de los tantos domingos de la infancia, A cierta tarde calurosa y a los aullidos maternos semejante a tempestades, las que predecían el llanto primero. Llegaste; bella, rolliza, abiertos los ojos oscuros que iluminaban las mejillas de un rojo inconcebible en piel alguna. Entré a la habitación prohibida; aún resonaban quejidos, aromaban olores extraños. No dejé que me detuvieran. Por entonces, era nada más que una niña en busca de satisfacer curiosidades y afectos; no aceptaba negativas. Arrasé con las protestas adultas, profeticé vientos patagónicos que en un futuro impensado revolverían tus cabellos. Tu madre me regaló la sonrisa cansada; confiada, permitió mi audacia infantil. Te sostuve en mis brazos, contra mi pecho exiguo; atrapaba tu tibieza y te olía. Perfumabas a niña recién nacida. Atravesé la puerta contigo en mis brazos. Dejé atrás lamentos y te acuné a lo largo del patio sombreado por la parra

Regreso

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  Imposible olvidar la luz del amanecer. No fue lo anhelado por ti ni por mí. Fue. Llevábamos el peso de las horas compartidas, la caminata interminable de los meses inciertos. La inquietud que sumó tiempo. Corríamos bajo la lluvia, huíamos de los miedos. Nos deslizábamos debajo de las sábanas que alejaron el estío sólo un instante. Tú, apasionado y sereno; yo, indócil e inquieta. Nos unían y desunían deseos y subversiones.   Acunamos delirios, trastabillamos en los sueños. De pronto, avanzábamos en la soledad; deseábamos no querer, queríamos no desear. Regresar a nuestro ser íntegro. Recuperar la risa que se llevara el viento. Resucitar los abrazos que se quedaron en los días muertos. Recobrar bríos, andares firmes y tener el valor suficiente para comenzar una vez más. Hallar la sabiduría necesaria para silenciar escrúpulos y torpezas. Descubrir el alborear de las horas dóciles, del regreso. Volver a ser uno, como uno era y es el aliento libre que suscitó el reencuentro.

Aquí y ahora

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  La aeronave partiría dentro de dos horas. La sala de embarque, igual a las del resto de los aeropuertos del mundo; hoy, atestada. Nada de todo aquello le era desconocido. Regresos, partidas; infatigable ir y venir. Hombres, mujeres, niños; jóvenes exaltados. Rostros, edades diversas, idiomas diversos. Múltiples colores arropaban cuerpos; soportaban el peso del equipaje excesivo. Algunos pasajeros leían reclinados en los asientos dispuestos en el recinto. Otros, sentados en el piso, apoyaban sus espaldas en los muros, cruzaban y alargaban piernas, abismados en los laberintos luminosos de los ordenadores. Aquí y allá, conjuntos humanos donde el accionar se mide según las circunstancias. Aquí, la risa estallaba fácil dispuesta al goce. Allí la tristeza guarecida tras el silencio indiferente. Aquí la apatía escondía disconformidad. Las emociones variaban de acuerdo a situaciones personales. Inquietud en la mujer que corría detrás del niño. Renovada gama de seres desasosegados, apre

General Belgrano

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  Ayer, los proyectos cumplidos. Hoy, la remembranza. La tierra, la arboleda añosa, el esplendor de los frutales; las rosas blancas y rojas. El césped bordeaba la casa. Aromas ensanchaban el pecho; los bebía como si la sed abrasara. Veranos intensos cedían ante los otoños y los inviernos no tardaban en dispensar escarchas. Al anochecer, durante aquellos días calientes, caminábamos a lo largo del río. Las brisas norteñas esparcían olores de fango y verdes húmedos. El Salado, destellaba plata y otro, según mediara la sombra de la floresta, rizadas las aguas, dispuesto siempre a discurrir campo abajo, a invadir poblados cuando los vientos huraños quebraban ramas. Las heladas llegaban y persistían. Eran tiempos de cobijarse frente a la salamandra, donde crepitaba la leña recogida en las horas inauguradas de la tarde, a los pies de los laureles longevos apoderados de las calles del pueblo, cubiertas de pedregullo blanco y hierbas cristalizados de frío. Horas de sol tibio que mitigab

Niña Mujer

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  Cielos multicolores presagiaban maravillas. Impulsos inconscientes alzaban en ella veleidades que no entendía. Adolescencia, adolecer. Su corta existencia abrigaba recuerdos infantiles, ansiedades, metas amanecidas y las rebeliones ocultas tras el desorden expresado en aparentes nimiedades; el caos de su habitación y sus pertenencias. La respuesta malhumorada siempre pronta a brotar ante las correcciones familiares, las que se suponían justas y para ella no lo eran. Ese atardecer de verano afanoso, durante la cena, el interrogante inesperado provocó la rabia que la enmudeció y aumentó el silencio en el entorno familiar. Sus padres buscaban los ojos escondidos tras cada bocado. La cabeza inclinada sobre el plato los evadía. Adivinaba la desorientación en cada uno, los miedos que incitaban a la represión. Temían perderla y desconocían cómo retenerla. A su modo, deseaban ayudarla; los guiaba el afecto no expresado. Ella, en cambio necesitaba huir, escapar a esa angustia que