Fidelidad
Recuperar las callejuelas de la infancia.
Juntas dimos los primeros pasos, murmuramos las palabras primeras, entramos a la niñez protegida. A la hora de la siesta, compartíamos la modorra del barrio; aromos florecidos, fresnos y sus semillas voladoras, a las que apodábamos “pajaritas” por esa imaginación prolífica que los niños echan a volar cuando así lo quieren.
La terquedad era tu mensajera; con los puños golpeabas la puerta de mi casa, invitabas al encuentro. Descubríamos juegos, cantábamos a gritos, la imaginación desatada. Saltábamos a la cuerda, nos atrapábamos a la mancha; perseguíamos el misterio en la búsqueda de los escondites no tan acertados.
Y giraba la ronda, ronda, la ronda mansa, la prenda, prenda, que en el centro nos plantaba. Rojas las mejillas, soportábamos las burlas que los otros niños reían, la timidez en nuestras sonrisas.
Sin aliento, nos atropellábamos en las carreras, las rodillas arañadas, al viento las faldas. No nos estaba permitido llegar más lejos de tu puerta o la mía, de los límites familiares.
Tu puerta, tu casa fue mía. Tuya mi puerta y mi casa. Nuestros los abrazos maternos; vigilancia alerta, igual en una u otra, sin tregua.
Nuestro el devenir de los días, la mirada inocente, la fidelidad espontánea, verdadera. La vida que nos concedió transitar tomadas de las manos.
Reiteradas en cada una, en ese escondrijo del alma, la ronda, ronda que gira y gira mansa y poco, muy poco después, jugamos a la mancha.
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