La Sombra
Era una mujer bonita. Andaba lentos caminos interiores, ignorados aún por ella, por los que la conocían desde siempre y desde este hoy confuso. El viento colérico desordenaba sus cabellos, cubrían insistentes los ojos dorados que, por momentos, reflejaban el oscuro verde indómito del mar patagónico; la risa solía chispear en ellos. Su edad, la indefinida de los que ya pasaron las certezas primeras.
La arena caliente castigaba las piernas desnudas. La mano balanceaba al caminar las sandalias que poco antes se quitara. El sol enrojecía el cielo azul sin nubes. Respiraba el aroma salobre que las olas aventaban y ensanchaba su pecho; corría tras ellas, intentaba retenerlas con los pies, jugaba, reía festiva.
Sin verla, la percibió. La sombra la alcanzó, pasó veloz a su vera y la dejó atrás. Ladeó la cabeza para verla mejor, la sonrisa suspendida. Descubrió los cortos pelos blancos, sucios de tiempo y abandono; iba detrás de un objetivo preciso. El instinto y el viento impulsaban sus patas cortas.
Alzó la mano; protegía sus ojos de los reflejos del mediodía. El gesto le permitió divisar el lomo escuálido, la pelambre erizada; los saltos acompañados de los ladridos nerviosos. Se preguntó cuál sería el objeto de tanto empeño. No tardó en revelarse.
La bola diminuta de suaves plumones grises, retrocedía asustada hasta alcanzar el refugio precario que le ofrecía el peñasco recostado sobre borde de la meseta, uno de los tantos derrumbados desde lo alto hacia la costa. Contuvo el aliento, rogó por aquella vida apenas estrenada.
La caza frustrada permitió al polluelo continuar a salvo en la cueva improvisada, concedió aires de triunfo a la mañana.
La mujer recobró la risa, anidaron ecos victoriosos en las profundidades, en el infinito.
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