Aquello que fue

 


Éramos muy jóvenes. La vida apenas brotes sutiles. Dorados destellos emergiendo de las ramas del antiguo roble.

Nos conocimos un domingo por la tarde en la casona que todavía sostenía orgullosa su estirpe de fines del ochocientos en la ciudad con resabios del pasado cercano. En medio de voces descuidadas, de la música de moda que algunos coreaban zarandeando cuerpos, reíamos confiados, intercambiábamos ilusiones; bailábamos al ritmo loco que proclamaba rebeldías. Éramos un grupo mixto, festivo, cruzando los últimos embates de la adolescencia. Pretendíamos conocernos, acercarnos unos a otros, ver qué amanecía detrás de las risas, de las miradas vivaces.

En algunos la candidez de los descubrimientos primeros, en los más asiduos la experiencia de los presuntos conocedores de una vida que florecía.

Te acercaste a mí, confiado. En tus gestos, en tus ojos nada que no fuera el principio de una amistad llana.

Canjeamos predilecciones, interrogantes, los que llenaban nuestros días. Encuentros primordiales grabados en el deseo de crecer.

Camaradas auténticos, las hipótesis aumentaron. Pertenecíamos, además, a ese grupo de espiritualistas que aspirábamos a sanar existencias. Con el pasar del tiempo supimos que no éramos más que irremediables idealistas que poco remediábamos porque no estaba en nosotros remediar nada.

Vivíamos la plenitud del intercambio cultural intenso; paradigma a alcanzar costara lo que costase.

Aprehender todo lo que llegaba a nuestras manos, lo que surgiera a nuestro alrededor, atraparlo con la mente y el alma puestas en ello.

Imprescindible informarse, extraer el mayor provecho posible de cuanto aconteciera en el mundo. Desmenuzábamos conceptos hasta el cansancio; discusiones exacerbadas por el entusiasmo juvenil.

Acudíamos a bibliotecas públicas cuando el bolsillo menguaba.

No escapábamos a las reglas establecidas por una sociedad en vías de recuperación. Aunque muchas veces nos confundiéramos, no abandonábamos la búsqueda, nos involucrábamos.

Cierto día comencé a mirarte de un manera diferente. Habíamos crecido.

En mi caso, había crecido tenaz, resistente; era otra, exigía. Me importaban los vínculos afectivos responsables. Cuestionaba tus actitudes.

A veces entregabas mucho, otras retaceabas por demás. Tu meta era imprecisa.

Ahora sé que maduramos a destiempo uno del otro.

Tus interminables confidencias las depositabas en mí aunque escondías más de lo que aclarabas. Proclamabas depresiones que no fundamentabas, no tenían asidero real en qué basarse. Tus tristezas, tus secretos parecías entregarlos a pleno; sin embargo, no lo hacías. Era muy difícil para mí entenderte. Te escuchaba, creía que te contenía pero en realidad te desconocía.

Hasta que aparecieron en mi interior los por qué, para qué, hacia dónde. Hubo que enfrentarlos. Necesité protegerme de mis probables fantasías.

Supuse y supuse bien que nuestra relación circulaba por carriles diferentes. Uno era el tuyo, personal, escondido. El otro mi ignorancia anudada a impotencias.

Parte del misterio lo develé cuando recibí la noticia de tu convalecencia en la clínica después de la urgencia que te tomó desprevenido.

Ese atardecer te sonreí desde el costado más apartado de tu cama donde te reponías rodeado de tu familia y de la muchacha silenciosa que tu madre me presentó; tu novia. Ella nunca estuvo en tus confidencias nocturnas.

Pasaron años de años; la vida desgranando ensueños.

Dejamos de vernos arrastrados por las mutuas circunstancias.

El reencuentro llegó en medio de la adultez, inopinado, festivo. Aquel sábado apareciste en mi casa paterna. Tuviste siempre predilección especial por mis padres; la renovaste ese día. Entraste riendo, abrazando, abreviando distancias.

No estabas solo; tampoco yo lo estaba.

Tus hijos, mis hijos; tu mujer, mi marido. Tu afecto hacia mi gente, hacia mí, inalterable. El mío hacia los tuyos, disponible, distinto.

Fue una tarde templada, llena de agradables recuerdos, de mutua admiración hacia nuestros hijos todavía pequeños, rebullendo a nuestro alrededor.

Hacia el final de la tarde, todos te acompañamos en la despedida. Te ibas como siempre te fuiste, con tu misterio a cuestas.

Caminé detrás tuyo por el largo pasillo que conducía a la salida.

El atardecer esfumado; desvanecido el sol.

Mi mirada no se apartaba de tu figura, de tus pasos, de tu forma de andar. El destello interior repentino fue revelación.

Ayer, hoy, hubo, había en ti un ser que no se permitió ni se permitía emerger.

A pesar de las insurrecciones del pasado, de las permisividades de éste presente, las verdades riesgosas, tus verdades, permanecían a buen recaudo, no habrían luces que las iluminaran. Se disfrazarían de acuerdo a aquello que la sociedad pretendidamente liberada, admitiera como aceptable, correcto.

 Entonces, en ese preciso instante, te amé. Amé al amigo entrañable que necesitabas ser para mí, al que tal vez, defraudé; defraudaba.    

 

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Sutilezas

El gran don