Razón de ser

 


Tiempo de virreinatos, de antiguas solemnidades.

De visillos cerrados, secretos guardados en corazones sumisos.

El cortejo fúnebre cruza delante de señoriales casas blancas entre pompas y latines cantados.

Dos ojos negros, grandes, todavía hermosos, atisban detrás de las maderas a quien es conducido por oscuros penachos.

Las lágrimas se deslizan por las enjutas mejillas de la mujer que gime. El dolor punzante rompe barreras, las del ayer, las del hoy. Sin darse tregua, corre por pasillos oscuros, desciende escaleras. Llorosa, desoyendo llamados de quienes pretenden detenerla, abre el portal de doble hojas verdes.

Se une al cortejo; ocupa lugar de privilegio. Ahoga, vano intento, el sollozo que muchos escuchan. Se alza en coraje a mostrar su dolor. Ignora a quienes la juzgan, a quienes murmuran.

Esa mujer, perdido lo perdido, enfrenta la luz del día luctuoso, el que le infundió osadía. En la pérdida halló su razón de ser.

Tal razón fue, que mostrarle sus lágrimas supo a ese mundo pacato, lleno de prejuicios; a aquellos que en mala hora, la atemorizaron, la silenciaron, la dominaron. Poderes que hoy sobre ella ya no sustentan.

Ella, demostrará sin palabras, que si su vida hasta entonces fue escondida, cuidada del rumor, ahora su determinación gritara por ella aquello que calló.

Dirá a los otros, a sí misma: nada me importan los vacuos juicios, nada que de mi censuren. Importa aquello que de mis días quede, la intrepidez demostrada. Ésta es mi pérdida, mi ganancia.

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