Efervescencia

 



Algo inusitado sucedió ese día. Algo que se repetiría a lo largo de su vida.
El sonido, perturbador, interrumpió el silencio de la casa señorial. Llegó por primera vez a sus cortos años. El piano. Deslumbraban perlas perfectas.
Invadieron su niñez. Provocó en sus primeros pasos, aquello que sería constante en lo venidero.
En sus andanzas inofensivas husmeando habitaciones junto a la amiga revoltosa, dueña de la casa y de la magia que aquel lugar guardaba, en el que había nacido la amistad que no tardaría en transformarse en hermandad segura. Las horas allí no existían, los juegos las llevaban de las manos hacia cielos ideados.
Entre varios objetos curiosos, rincones inexplorados, la atraía sin remedio, la enorme sala, su macizo habitante. Sobre él pesaba la prohibición que nunca entendieron. De contrariarla les quitarían la posibilidad de reunirse cada tarde, de seguir confabulando regocijos.
Arriesgándose al castigo, cuando intuía que nadie la veía, entraba de puntillas, el corazón latiendo loco. Acariciaba con sus manos pequeñas el marfil amarillento, procurando que los sonidos no la traicionaran. Después corría hacia el patio trasero donde la risa de la amiga complotaba.
Sin duda, aquella bruñida tarde invernal, los sonidos profundos la hallaron desprevenida, se enlazaron a ella.
A pesar de la puerta abierta, no se atrevió a entrar. La cohibía el rostro delgado, severo. Las manos grandes. Ágiles.
Se alejó hacia el rincón más oculto del corredor donde no llegaba la luz; la música, armonía pura.
Se sentó en el piso. Apoyó la cabeza sobre los brazos que rodeaban sus rodillas recogidas. Lloró, como lloran a veces los niños, entrecortado aliento.
A partir de entonces, así sería siempre, sensibilidad a flor de piel ante las sonoridades encantadas; emociones inexplicables.
Más allá de toda razón, más allá de sí misma, existirían ecos profusos que todavía doblegarían su espíritu, enamorarían instantes.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Sutilezas

El gran don