El libro


Entró en su casa. Infantiles voces, risas claras. Desde el primer piso anunciaban que sus hijos vivían intensamente las cándidas ficciones de sus primeros años. Bullicios, berrinches, sana infancia. Su esposa fue a su encuentro, compinche sonrisa.
Las primordiales horas del anochecer colmaban el hogar.
Su familia lo recuperaba de ajenas indiferencias, vanas competencias, impropios desacuerdos, egoísmos. Lo sanaba.
Apacible, diaria coincidencia.
Cotidianamente trabajaba durante horas. Ocupaba en su casa el escritorio que abarcaba un rincón de la cómoda sala suficientemente apartada del resto de la casa. Allí nada interrumpía sus investigaciones, sus creaciones.
Aunque no pocas veces las necesidades impuestas lo obligaban a dejar a un lado su refugio.
Habían logrado un buen entendimiento familiar, fusionar acuerdos, desacuerdos, afectos honestos.
El presente les era benigno. El resto vendría con cada momento compartido, con cada adquirida experiencia, con el acaecer de ciclos vitales.
Crear, investigar era lo suyo. Escribir, lo de cada día. Las investigaciones sobre el pasado histórico, su pasión.
Contaba con determinado éxito, reconocimiento.
Desde hacía varios días rondaban en él apreciados recuerdos de sus primeras lecturas, sus afanosos encuentros con la palabra escrita. Su primer libro, regalo de un celebrado Día de Reyes, quiméricos magos encantados de la niñez inocente.
Los días siguieron contando sus fábulas. Los años tejieron crónicas ciertas.
El leía ávido, revivía relatos, se fundía en ellos.
Lo escrito transformado en voces convulsionadas, antagónicas, honestas y muchas más. Las palabras convertidas en hechos tan variados como los protagonizados por la entera humanidad, por la compleja substancia del universo todo.
Después del almuerzo el cálido estudio lo esperaba.
Anaqueles pletóricos de libros, diversos tamaños, colores, esencia, tapizaban paredes. El ancho escritorio no bastaba para tanto que contenía. Un par de sillones donde revueltos libros desbordaban, donaban lo desconocido. El aroma del papel no pasaba desapercibido.
Un par de pinturas del tardíamente valorado arte impresionista, atraían los sentidos. Algunas pocas artesanías acogiendo belleza.
El resto, orden, desorden, según recovecos.
Se sentía bien allí. No ambicionaba más.
Radiantes en sus adentros las frases de aquel rememorado libro.
Hurgó en varios estantes hasta dar con las descoloridas tapas. Ajado, amarillento, surgieron de sus páginas las desvaídas letras. Regresaron por enésima vez a su ánimo, incentivándolo.
Como antaño demostraban su valioso poder.
Nada más simple por ello más efectivo, que lo allí relatado con tan versada sencillez. Su sabiduría pura demostraba fehaciente en frases contundentes, que nadie es más sabio que el que con señalada mansedumbre descubre caminos comprensibles, con generosidad los ofrece. Con pocas palabras entregadas las transforma en auténticas guías del acontecer cotidiano para aquellos dispuestos a dejarse abrazar por ellas.
El libro al que tanto acudiera a lo largo de su vida, había sido su maestro más evocado, más convocado. Jamás lo había defraudado, ni en sus peores circunstancias.
No dudaba, seguiría volviendo a él en busca de respuestas. Las hallaría, las hallaba, como hoy, intactas, vivas, conduciéndolo nuevamente hacia la propia luz.
Eterno, erudito maestro.
Respiró hondo, llenó su alma de salmodia secular. Atesoró cada página, las mismas, iguales, diferentes.
Fue niño, hombre, esposo, padre. Fue lector ansioso. Fue escritor.
Fue lo que era, lo que quería ser.
Cerró las gastadas tapas.
Sentado ante su escritorio comprendió que lo esperaban páginas en blanco. De él dependía encender la lumbre, irradiar fulgor a fin de que otros hallaran claras sendas interiores.
¿Sería capaz de transmitir en ellas la sabiduría necesaria sin que sabio fuera?

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