Reiteradas evocaciones

 



Domingos del ayer. Una vez más. Lo mismo, aunque de algún modo, diferente.
Renace otra vez lo que fuimos. Regresan otros recuerdos. Inevitable.
Existe una continuidad, quedó guardada en algún preciado rincón del pasado. Hoy aflora.
Encuentros familiares, Domingo a domingo bulla infantil, adulta jocundidad. Acuerdos, desacuerdos. Risas enredadas aroman comidas abundantes, rebullen humeantes platos, rebalsan charlas femeninas. Jóvenes mujeres activan hornillos, apetitos.
Típicas fragancias, remembranzas que acercan a remotos terruños. Herencias de sabias costumbres que deleitan paladares, ánimos dispuestos. Necesidades de acercar lontananzas. Arraigadas costumbres.
Ritos transferidos de familia en familia, de mujer a mujer, de padres a hijos.
Legados que, nosotros, ávidos niños absorbíamos sin saber lo que hacíamos. Corazones abiertos a paternas melancolías.
Éramos frágiles a la vez que unido clan.
La fragilidad por momentos nos sobrepasaba. La nostalgia frente a ineludibles lejanías, ardía en cada uno. Lágrimas contenidas en medio de inesperadas carcajadas.
La guerra, siempre la guerra, asolaba nuevamente el continente madre. Dividía familias. Pesaba en los adultos, en nosotros, aún niños.
Sin entender consecuencias, riesgos, percibíamos a través de nuestros mayores que algo incontenible, doloroso, de cierto modo nos afectaba.
Domingos de almuerzo compartido. La mesa bien dispuesta alejaba por algunas horas pesares. Aliviaba, fortalecía.
El casi eterno silencio del abuelo, interrumpido pocas veces por sus escasas, en general recriminatorias palabras, desbordaban sobre el inofensivo desorden infantil.
La abuela, el gesto duro traslucía amargura, dolor perenne por el hijo perdido en injustas batallas.
Las tías, mi madre. Intentaban suplir lo ineludible. Solían lograrlo. Nos amparaban. Venían a nuestro encuentro zanjando pueriles momentos.
Los tíos, nuestro padre. Los envolvía la algarabía de sus mujeres, de sus niños. Entrelazados siempre en discusiones que sólo hoy comprendemos, valoramos. Razonamientos plenos de bonhomía a pesar de los diálogos acalorados.
La mesa extendida nos albergaba a todos. Nos contenía a su alrededor. Símbolo familiar en medio de consensos, disensos. Risas, ocultos lamentos.
Domingos en los cuales el primer instante festivo comenzaba cuando desde el recordado Flores antiguo atravesábamos la ciudad en el ruidoso tranvía que nos conduciría hacia la casa de los abuelos, allá, al Sur del Buenos Aires con reminiscencias campesinas. Pocas casas, grandes quintas, florecidos jardines.
Calles libres recorridas por inocente alboroto, griterías interminables. Casas donde las puertas abiertas todavía eran posibles.
Las tardecitas cálidas nos reunían en el patio grande. Calmadas las palabras, el cansancio asomando.
Hora de recibir inesperadas visitas. Hora de aumentar afecto, incorporar sorpresas, intercambiar novedades.
Renovadas charlas, juegos aportados por los recién llegados. Euforia de últimos instantes.
Otro domingo llegaba a buen término, aunque no había que descartar posibles rodillas lastimadas, alguna que otra magulladura entre los más pequeños. Algún que otro disimulado malentendido entre los considerados adultos.
El retorno a nuestro hogar. Regresábamos a Flores en el mismo tranvía que nos llevara por la mañana. La campanilla anunciaba cristalina las constantes detenciones a lo largo del consabido recorrido. La marcha estrepitosa nos sumía en laxo dormitar del que despertábamos a nuestro pesar al término del viaje.
Domingos del ayer.
Los creíamos ilimitados. Pensábamos en ellos como parte inmutable de nuestra existencia. La eternidad en cada uno.
Eternidad probable, asegurada en mutuas, entrañables evocaciones.
Asegurada en la presencia viva de quienes siguen habitando en nosotros, a quienes convocamos cuando así lo deseamos, reviviéndolos.
Asegurados en los afectos que por siempre serán nuestros.
Allí estarán para siempre. En nosotros.

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