La oscuridad

 


Recorría las calles sumergido en su propia oscuridad. Había perdido todo, familia, amigos, juventud, fe. La oscuridad no lo dejaba entrever ningún rescoldo de luz.
Lo había entregado todo.
Tropezaba al subir cuestas, resbalaba al bajarlas. No había llanos en su camino, sí angostas curvas.
Había elegido ser veraz. Socorrer al peregrino, clamar por la verdad. Por los demás. Por sí mismo.
¿Qué significaba todo esto ahora? ¿Qué significaba en tiempos de engaño, individualismos egoístas?
Quizás nada. Quizás poco. Para algunos, algo.
Ser veraz. Socorrer al peregrino. Clamar por la verdad. La propia. La de otros.
¿Acaso existía todavía esa posibilidad? Si existía ¿Cómo alcanzarla?
Llegó a su casa, el cansancio anidando en cada célula de su cuerpo, de su espíritu. Regresaba de sus tareas al anochecer. Todavía podía trabajar, lo hacía. Todavía podía ocultar su pesar detrás de algunas risas obligadas durante frívolos encuentros con quienes se consideraban parte de su existencia, a quienes él conocía absolutamente distantes, inhábiles hasta para mentir.
Había sido consecuente consigo mismo, había vivido cada tramo de su existencia con tal integridad que hasta se había negado a las blancas mentirillas.
Había socorrido al peregrino.
¿Quién lo socorría a él ahora? ¿Quién lo guiaba por el oscuro túnel que cada vez se le hacía más difícil transitar?
Sin embargo, debía alcanzar la luz, debía recuperar el fresco vigor. Eso le decían.
Eso aconsejaban quienes se rodeaban de trivial sabiduría, aparentando extender sus manos. Aparentando aportar hechos pocas veces concretos, inaccesibles para él. Inabordables para sus recónditas percepciones.
A su pesar reconocía embustes. La falsedad del supuesto abrazo positivo, ficticia chanza.
En medio de todo ello, se obligaba a comprender, justificar.
Aprender minuto a minuto.
Nadie, o casi nadie, llevaría encendidas candelas para iluminar sendas ajenas.
Habrían de atravesarse desiertos, estériles tierras, ascender altas cumbres, andar tempestuosos mares, hasta descubrir la oculta entrada que condujera al íntimo paso, por cuenta y riesgo de uno mismo.
Habría de transitarlo a solas, poco a poco, alertando propicias luces, incitándolas a alumbrar oscuridades.
Le llevó tiempo entender. No fue fácil, si doloroso.
Lo que cada quien no hace por sí mismo, nadie lo hará.
No importa que tan generoso se haya sido, cuánto se haya entregado sin pedir a cambio nada, cuánto se haya amado. Cabe la posibilidad de perderlo todo a lo largo de los días que se deslizan desapercibidos.
Aunque nunca nada lo diera esperando ser retribuido, suponía vano, que lo aquilatado a lo largo de sus horas sería honesto afecto, afable compañía. No fue así.
La soledad fue fruto de lo entregado.
Esa noche, ubicado en el cómodo sillón, en un rincón apartado de la oscura terraza de su casa, respiraba quedo el airecillo aromado de las reverdecidas plantas.
Extraviada la mirada en las infinitas constelaciones brillantes del avanzado azul. Madrugada.
Por primera vez en largo tiempo sintió que determinada claridad interior intentaba mostrarse. Arribaba en medio del insomne silencio.
Descubrir otros signos. Aferrar manos realmente desplegadas, portentosas. Hallar sinceros vínculos. Intercambiar resueltas voluntades. Ir al encuentro de fieles posibilidades.
Ser veraz una vez más. Remover la tierra de lo cierto.
Volver a deambular en busca de tiempos verdaderos. De la renovada, indudable lozanía.
Conducirse, conducir a la certeza al caminante que insensato trastabilla, perdido en los engañosos rastros del oscuro vendaval.
Se sentía incapaz de cambiar lo que para él era vida valorada. Incapaz de no ser lo que era.
Veraz. Socorrerse, socorrer. Clamar por la verdad. La que anida en cada uno. La que le es peculiar, sentida. La que merece ser admitida.
Por uno mismo. Por los demás. A pesar de todo. De pie ante límites que intenten cerrar metas. De pie. A medida que avanzar posible sea.

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