Voces interiores


 
La vida sin determinados condimentos nada es.
Caminaba por la orilla del río, exuberante vegetación dorada, otoñal, reverberando sobre las aguas, duplicándose con ellas. Infinito celeste asomando entre el ramaje, reflejándose aún más nítido sobre la impaciente corriente deseosa de derramarse en el mar. Más allá.
Ancho caudal fluyendo al encuentro de la inmensidad oceánica.
De tanto en tanto, resonantes aves atravesaban el azulado espacio, en búsqueda de moderados climas donde fijar su morada.
Su mirada se perdía tras ellas, deseosa de participar del uniforme vuelo, del perfecto coro de voces anunciando bienaventuranzas. Trocados comienzos.
Anhelante, las observaba hasta perderlas de vista. Regresaba desde lo alto a la pacífica, envolvente soledad.
Sentirse viva, en calma consigo misma, en armonía absoluta con el todo.
Disfrutaba de ese instante, lo atesoraba en extremo. Lo necesitaba para poder seguir, para no perderse.
Desde que llegara allí, surgía lo diáfano, las verosímiles promesas.
Alguien, observándola atento, le había sugerido cambios, aportar condimentos a sus días. Le mencionó aquel lugar en el sur, Patagonia, donde todo era probable, todo recomenzaba cada amanecer de forma similar, pocas veces distinta. Más límpida, menos confusa, más armónica, acorde con su naturaleza.
Lo meditó profundamente. Se preparó largamente, dispuesta a encarar transformaciones.
Nada la ataba a la ciudad, ni familia, ni amigos. No porque no los tuviera, que sí, los tenía, sino porque en algún lugar de sí misma, sintió que lo aceptara o no, ella no era imprescindible para nadie.
Cada uno vivía acorde a sus circunstancias, a cada uno de ellos les urgían sus propios plazos, sus propias múltiples ambiciones.
La vida les había impuesto pesares, apremiantes necesidades. Satisfacciones logradas, insatisfacciones sin remedio.
Ella había tomado diversos rumbos, había viajado, amado, fracasado en su matrimonio sin hijos, deambulado en diferentes direcciones.
Supuestamente exitosa, había encarado su profesión de alto vuelo, sin límites ni condiciones. Su generosa aceptación de los hechos diarios parecía favorecerla. Luz sin sombras.
Entregó indefinido tiempo sin cuestionarse.
Hasta que, en determinado segundo de determinada hora, de determinado atardecer, de regreso a su bien cuidado hogar, decorado con excelente buen gusto, cada cosa en su lugar, un perfecto lugar para cada cosa, entendió claramente. Su vida se perdía en soledad.
Ella, también de algún modo, había prescindido de los demás.
Sin proponérselo, había enredado sus días con determinada inconsistencia.
La indispensabilidad de la que se sabía herida, a su vez ella la había derramado sobre aquellos seres a los que más amaba.
Su vida, en elegida soledad a pesar de sus logros, carecía de definidos condimentos que ayudaban a alejar el aislamiento, atrayendo a cambio aquello de lo cual ella hoy carecía.
El descubrimiento la golpeó. La aridez ganó terreno.
No hubieron especiales reacciones de su parte. La diaria rutina se ocupó de cubrir perplejidades. No se permitía consentirlas.
Reacia a razonamientos que la condujeran a encararse consigo misma.
Se aturdía trabajando, se ocultaba durmiendo. Se dejaba llevar, aparentemente sin consecuencias. Sin embargo, las consecuencias existían, comenzaban a manifestarse cada vez con mayor fuerza
Los días fluían, su propensión a evadirse no la compensaba.
Pesaba colocar la llave en la cerradura del refugio seguro que suponía fuera su casa.
Cruzaba la puerta cuando en realidad ansiaba alocadamente huir hacia lejanías, atravesar horizontes.
El vacío cada vez más profundo.
Durante la noche buscaba conciliar el escurridizo sueño. Giraba a un lado, a otro, inquieta.
No deseaba recordar la voz que la introdujera en el laberinto en que se transformaran sus últimos días.
La voz, insistía clara en su mente, conciliadora, persuadía.
Esa madrugada el cansancio la venció. Dejó de oponer resistencia, dejó de dar lugar a temores. En última instancia, su resistencia equivalía a temores frutos de su inseguridad frente a los inexcusables cambios.
Dejarse conducir hacia el futuro sin ser únicamente ella quien gobernara sus propias causas.
Estaba acostumbrada a administrar su existencia de forma segura, sin intrusiones. Conducir, conducirse. Controlar, controlarse. Sin grandes riesgos.
Vivir a pleno, en cambio, significaba exponerse, soltar las tensas riendas. Giró una vez más en la cama. El sueño la abrazó.
La mañana la halló extrañamente dispuesta a aceptar el interior desafío. Eso o la nada.
Al llegar a su despacho su osadía la sostuvo.
Buscó reemplazantes, delegó responsabilidades. En pocos días más logró liberarse.
Acudió nuevamente a quien le señalara derroteros, a quien, sin ella proponérselo, se erigiera en la voz de su conciencia.
La quietud sucedía a las palabras. El aromático café fortalecía. La serena mirada del hombre infundía seguridad.
Se conocían desde años y más años. No en vano era su colaborador más cercano, aquél con quien más tranquila se sentía, en quien más confiaba. Lo escuchó atenta, necesitaba de sus palabras, de su cercanía. La guio, sugirió lugares, tiempos. Se separaron.
El afable abrazo selló persuasivos acuerdos.
Desde hacía más de un mes iba tras encantadores rincones.
Hoy, ahora, estaba allí, caminando a orillas de la impetuosa corriente. Gozando de los variados matices otoñales, de los aromas que despedían las hojas caídas crujiendo debajo de sus pies.
Renovado grupo de diminutas, tenaces aves, desaparecían en pos de tibio cobijo, ruidosas, unidas, volando en imponente formación.
El rubio árbol delgado la invitó al reposo. Se sentó sobre la hierba apoyándose en las rugosidades de su tronco.
Llovían hojuelas doradas sobre su rostro. Cerró los ojos. La calma señora de sus ensueños.
La voz, la mirada serena, surgieron mansas en el silencio, no lo interrumpieron, lo completaron.
El sosiego formaba parte de la evocación imprevista o no. Su invisible presencia apremió.
Deseó regresar, compartir con él lo que no compartiera con nadie. Lo que olvidara perdido en los días de su pasado lejano, cercano.
No programar, dejarse conducir por aquello que le deparara cada instante.
Ser parte de realidades que hasta entonces ignorara imprudente.
Quizás, ser parte de la apacible mirada, de la calmada voz que la ayudara a reconocerse, a recobrarse dispersando temores.
Tal vez sería posible lograrlo.
La vida, según dichos varios, ofrecía oportunidades, condimentos que darían un sabor distinto a cada propuesta.
Propuestas que esperaban ser aceptadas sin titubeos.
Debía estar dispuesta a compartir. Compartir lo posible.
La fugaz invitación, la voz, la mirada clara, ocultaron hábiles la sonrisa sugerente, cubierta a medias detrás de la taza de café, con el último sorbo.
Lentamente, acompañada por tales reveladoras imágenes, regresó andando, río arriba.
Posiblemente fuera dado llegar más allá de lo supuesto.
La ronda de los días confirmaría lo alcanzado.

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