Peregrino mágico


Las altas montañas, apenas invisible cerco tras la niebla.
Rodean la ciudad provinciana, desordenada, convulsionada.
El tumultuoso gentío la aprisiona, desasea, transita descuidado.
Desconcertante vaivén.
Confuso estilo de las grandes urbes.
El sol abraza sobre el mediodía las estrechas callejas. Abraza escondrijos, humanidades. Abraza maloliente inmundicia.
Por momentos, abarca encantadores rincones de viejo estilo, entornos de alto vuelo.
Desde el horizonte más cercano asoma el terciopelo parduzco de encadenadas cuestas bajas.
Más allá, mucho más allá, asombrada, detengo la mirada sobre los versátiles montes.
Lentamente, reemprendo el camino ensimismada, transito sendas a paso cansino.
Las reflexiones no me conducen a sitio cierto.
El brillo caliente cierra mis ojos, los reabro ante la sombreada esquina.
Otras realidades recriminan, movilizan.
El descuido, el abandono, la omisión, el menosprecio aturden por doquier.
Tal que si a nadie importara alcanzar mejor destino.
El próximo recodo me lleva a transitar la ancha, descuidada avenida circundada de desatendidos jardines.
La elevada arboleda envuelve con sus ramajes piadosos, achaparrados edificios de no más de tres pisos de altura. Ventanales generalmente abiertos, de ennegrecidos marcos desaparecen detrás del verde profundo de las múltiples hojas que la brisa mese.
Entre calles, callejas, perdidas casuchas a medio construir, embadurnadas de inadmisibles colores, los colores de la pobreza.
El césped irregular, divide la avenida en zonas diferenciadas.
Jóvenes árboles mal podados aportan a un lado y a otro, precaria sombra.
El griterío infantil corre detrás de la arruinada pelota. Persiguen incansables sueños para la gran mayoría, aunque se esfuerzan por llegar a buen término. Quizás algunos lo logren.
El vehículo cruza el asfalto. La motocicleta gira veloz hacia otro destino. El gran autobús atraviesa raudo el semáforo rojo.
Niños arriesgando el paso, cargadas mujeres de cargadas espaldas acarrean bolsos, penas, eternas incertidumbres.
Hombres encorvados, gastados cuerpos, soportan sobre sus hombros pesadas herramientas que desbaratan lo poco que queda de sus ropajes, de sus salarios.
Ir y venir de quienes ya no sueñan, andan, desandando tiempos de miseria.
Entre todos ellos hay alguien especial.
Alguien a quien no puedo dejar de observar por no sé qué designio de vida.
Entre una arteria y otra logró sobre un trazado de abandonada avenida, frente a su habitado caserío, instalar algo que tal vez sea su modesto fin.
La casucha cochambrosa es también su asilo.
Habitada por niños de diversas edades, adultos de oscuros rostros curtidos en los que escases, deseos incumplidos, hambre, alcohol, ignorancia, marcan huellas de indefinidos años.
Hacinados entre paredes que los albergan malamente.
Junto a ellos, él comparte su rincón. A veces lo abrigará del frío, otras lo alejará del calor.
Es su lugar, ese desde el cual cada día consigue aportar, quien sabe por qué íntimo intento, un trozo de persistente magia.
Delgado, consumido, de encorvadas espaldas, deformes piernas acortan su estatura, rostro cetrino, envejecido.
Viste míseras ropas, gastado calzado, ajado sombrero, empuje constante.
Suele vérselo con la escobilla en alto, erigida como el más pobre de los báculos. En general, inclinado, barriendo aceras, césped, calles, apaleando tierra. Sus manos consumidas recortan hierbas secas. Remueve con sus dedos todo lo que necesita remover.
Recoge lo que otros tiran, limpia desidia ajena.
Transforma cada palmo del lugar a su mejor entender.
Mueve grandes piedras pintadas de azul transformadas en asientos. Las va colocando debajo de los pocos árboles que brindarán escasa sombra, alivio a su cansancio, al de otros.
¿Qué sueños ocultos rondan su cabeza? ¿Cómo saberlo?
Lo veo allí, por la mañana, por la tarde, en el justo momento.
Incansable, cumple su propósito, transmuta lo que otros no pueden o ignoran.
Cada día un poco más.
Después, buscará el descanso sentado delante de la puerta de su refugio, puerta que ni siquiera es puerta, sino desparejas tablas unidas como mejor se pueda, también pintadas de azul.
En ese atardecer de fuego, probablemente él encontrará reposo, completará su jornada.
Mañana, mañana recomenzará el círculo de su existencia, la obra que su mente, su corazón, lo estimularán a continuar.
Sencilla benignidad. Existirá en tanto él exista.
Consuela verlo, insta a peregrinar.
Alienta, impulsa a pensar que, si la mezquindad existe, de igual modo existen seres que no necesitan oro para sembrar sol.

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