Cuenta cuentos


¿Hacia dónde voy?
Quizás sepa responder mis interiores demandas.
Vuelvo al ayer y desde allí voy al encuentro de mi verdad.
Desde niña, después del almuerzo, me sentaba en el descanso gastado de la escalera que conducía a la terraza de la humilde casa del abuelo materno, a leer, fabular.
Mi abuelo sin sonrisas. Mi abuelo todavía fuerte, juvenil. Escondía la tristeza provocada por su obligada soledad.
Imponía distancia, encubría temores, esos que el horror de la guerra inducía a desmembrar familias.
Su mujer, parte de sus hijos asolados por el espanto, más allá del océano, separados por circunstancias imprevisibles.
Al atardecer, sentado en su baja silla, al amparo del tupido parral cargado de uvas que cubría el patio, inmóvil, velada su mirada azul tras el humo de su pipa.
Mitad de la familia aquí, liderada por él. El resto, la abuela, los jóvenes tíos, perdidos en un mundo inalcanzable que nosotros soñábamos en sueños no contados, padecidos.
Así, cada domingo nos reuníamos junto a él, alrededor de la mesa larga, fortaleciéndonos unos a otros, obviando como mejor podíamos, la dolida añoranza convocada en nosotros por aquellos que no sabíamos si aún vivían o si habíamos perdido para siempre.
Fue durante esos domingos, a la hora de la siesta, que volví a refugiarme allí, en lo alto de la escalera, rodeada de media docena de primos. Estrenaba entonces mis fantasías que transformaba en cuentos.
Todos oían sin siquiera suspirar. Nadie se movía.
El silencio agigantaba mi imaginación, nos unía, olvidábamos el presente.
El horror concluyó un día, de repente o no tanto.
Organizado, conducido más allá del extremo espanto, por quienes sometían sin piedad a los sin voz ni derechos. Obligándose unos a otros a batallar hasta el fin, sin importar consecuencias, sino adquirir poderes.
En el viejo puerto aulló un navío. La multitud estremecida, apretada en abrazos largo tiempo contenidos, lágrimas desbordando sonrisas amargas.
La familia volvió a ser milagrosamente una, a veces única.
Ahora los domingos eran soleados, mis primos se apiñaban en los escalones de la vieja escalera de madera.
Mi imaginación volaba, acrecentada por los vívidos relatos familiares recobrados entre llantos y suspiros, escuchados con la infantil boca apenas abierta, los oídos atentos a un idioma que conocíamos desde el vientre materno.
Yo, agigantando cuentos, remontando historias, mis primos introduciendo fábulas, completando inventiva.
Los años achicaron la larga mesa familiar.
Nuestros mayores fueron yéndose de a poco hacia lo ignoto.
Mis primos tomaron opuestas direcciones.
La vieja escalera desapareció junto a la casa familiar.
Todos cambiamos, envejecimos, nos desperdigamos.
Cada uno de los que quedamos aportamos simientes, frutos.
En algún aturdido momento me alejé en busca de mis raíces, crucé el océano.
Regresé con melancólicas heredades, el enorme deseo de subir otra vez los peldaños de la morriña, la dolorosa necesidad de reencarnar cuentos.
En su búsqueda voy, en eso estoy.
Intento narrar las duras vivencias de una familia que pretendió perdurar en otras tierras.
Intento recuperar letras, frases significativas, el largo cuento que me consienta recobrar los desvanecidos días, los amados seres desaparecidos.
Plasmar a través de ellos las padecidas jornadas de los que ya no son, que me ayudaron en parte a convertirme en lo que hoy soy, una pretendida narradora de cuentos, una resucitadora de vidas jamás extraviadas.
Con ellos, corporizar en mí, la gran obra idealizada.

Comentarios

  1. Ya lo dijo Corleone, que la familia, aunque no se elige, es lo más importante. Familia unida jamás será vencida.

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  2. Así es... Gracias por tu comentario ingenioso y por estar presente en el blog.. Un gran saludo. Nelly Perrotta

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