Legítima esencia


El día anterior, incongruente. Lo condujo por momentos escarpados.
Vagó de un lugar a otro, de tarea en tarea, obligándose a ocupar cada instante de cada hora. La ansiedad no debía devorarlo.
El temor a lo indefinido desaparecía merced al movimiento obligado.
Aferrado a realidades que probablemente sólo él suponía posibles, simplemente porque las necesitaba, porque las sabía suyas.
Parte de aquellas absurdas consideraciones las dedicó a descargar fuertes pinceladas sobre la tela que llevaba semanas sin dar por terminada. Este ocre aquí, aquel rojo diluido sobre el ángulo derecho, el oscuro azul abarcando el rincón escondido.
La basta tela, precisa, destellando colores.
Desde su interior trepaban a su mano impulsos, pesares, pasiones, plasmando asombros.
Sabía que aquél era un buen trabajo, maduro, una de sus mejores obras, en la que depositara además osada desmesura, la consumación de su ser, el tesón de cada minuto entregado a la realidad abrazadora que solamente él percibía.
Acaso fuera el final. Acaso no necesitara volver sobre ella, acaso las tonalidades entonaran los últimos acordes de una sonata enardecida.
Limpió sus manos, ordenó sin demasiada pulcritud ni prisa, el luminoso cuarto.
Cerró la puerta del sencillo estudio respirando aliviado.
La calle, el encuentro con otros peregrinos, otros aires.
La ciudad aromaba a primeros brotes recién nacidos en las vetustas ramas humedecidas aún por la inesperada lluvia torrencial de las primeras horas de la mañana.
Afloraba el cambio, impecable.
La tarde dorada.
Todo era lo que era.
De algún modo, todo merecido.
A pesar del humano titubeo, del miedo, de la esperanza, del abandono, de la compañía.
De lo que dejaba atrás, lo amado.
Aprestándose al encuentro de lo añorado.
Reconociéndose entrañablemente dividido, en busca del justo equilibrio.
No dañar. No dañarse
No abandonar, albergar siempre.
Acortar distancias para abrazar, contener.
Volver a desplegar colores sobre inaugurados lienzos.
Caminó durante largo rato. Aspiró todos los olores dispersos, bebió el viento.
Su vida en soledad lo satisfacía. Le permitía ser el inspirado creador de su mundo, donde reinaban por siempre los matices plenos.
Aún en medio de multitudes, de ocasionales encuentros amistosos, de íntimos instantes compartidos, de intercambios obligados con otros seres que formaban parte de sus idas y venidas, reconocía que su mayor satisfacción, su esencia legítima sería invariablemente, su solitario, creado rincón de sueños concretos.

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