La verdad



Había llegado a las montañas seguro de encontrar su lugar en ellas.
Nada fue como lo previera.
En lo más recóndito de su ser lo sabía, siempre lo supo, aunque no quiso saberlo.
Cerrados los oídos, apretados los párpados, ni siquiera un mínimo destello de tal verdad lo atravesaba, aunque allí estaba.
Pese al sobrehumano esfuerzo, la verdad se revelaba nítida, segura, inefable.
¿Quién podía obviarla? Nadie, menos que nadie, él.
Tan clara era que hasta otros supieron verla.
En su interior construyó casi una leyenda, una historia tan diferente que de puro diferente se perdía en los abismos inciertos de los reproches propios y ajenos.
Mudos reproches adueñándose de sus días y de sus noches.
Su conciencia los dictaba, su corazón los guardaba.
Durante semanas las montañas desaparecieron tras la ficticia niebla de polvo acumulado, sofocante, esparcido por el viento norte hasta ocultar sus laderas elevadas.
Tal como desaparecía en él la realidad que sus propios vientos negaban.
Mucho tiempo tardó la lluvia en llegar hasta los altos cerros.
Aquel atardecer descargó alivio incontenible sobre ellos.
Al amanecer relumbraron colores. El aire olía a hierbas purificadas.
El vientecillo fresco renovó ansias.
La verdad resurgió poderosa, alejó delirios.
Limpió caminos, barrió dudas, abrió rumbos nuevos, ensanchó el alma.
Lo perdido estaba perdido, todo, amores, sueños, lo material y lo inmaterial. Inútil seguir negándolo.
Arduo remontar la cuesta. Sin embargo, elegía vivir.
Y fue otra la historia atesorada.

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