Siesta



A Katja


Siesta


Con un ramillete de violetas va saltando la niña, su blanco vestido ondea, remeda alas de paloma blanca.

Sus largas trenzas rubias deshaciéndose en hebras.

Recorre el ancho patio soleado, escasas sombras lo cubren.

El parral extendido muestra renovadas hojas. Florecidos racimos predicen abundantes uvas.

La brisa cálida. Primavera dando paso al verano.

Su padre sembró sueños en el patio de la casa grande.

Generosidad transformadora, cobijo de arbóreos frutos. La higuera reverente agranda sus ásperas hojas, diminutos higos prometen miel roja.

La niña corre hacia ella, gira a su alrededor, incansable.

Nadie la escucha, nadie la ve.

La modorra envuelve la casa, la siesta perfuma aromas, la acunan trinos.

La niña danza fantasías, se acerca al joven limonero, verdoso tronco. Se inclinan ante ella sus ramas delgadas, pesan los limones pintados de sol maduro, las brillantes hojas.

La niña se detiene, sus ojos claros ríen, acompañan el gesto amoroso, su mano libre acaricia el tronco, su otra mano no abandona el perfumado trofeo, las violetas.

Una lluvia de cristales brota de su garganta, límpida carcajada.

Ríe, ríe. Palabras entrecortadas acompañan la risa espontánea, ilumina nuevas fantasías, acuñada en cuentos leídos por su madre en aquellos preciosos momentos en que una y otra intercambian infancia.

A los pies del limonero su madre sembró violetas, su madre ama las violetas, la niña lo sabe. Sus cortos años no le impiden descubrir la sonrisa dulce acompañando la búsqueda de las diminutas florecillas, escondidas debajo de las redondas hojas, reencontrado el suave aroma.

Su madre sonreía todavía cuando le entregó recuerdos que perdurarían por siempre.

Habrían de pasar años, otras siestas, otras primaveras dando paso a otros veranos, otros frutos, otros cielos, hasta que la certeza fuera revelada.

La niña oculta en el corazón de la mujer, seguiría creyendo firmemente que las siestas huelen a violeta.



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