Ave recién nacida, Roto el cascarón frágil. Ojuelos redondos, plumones grises. Pequeña boca abierta reclama perseverante. Agudos graznidos trasciende muros de piedra. Reclama, reclama, reclama.
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Nelly Perrotta
En ese tiempo indefinido donde se busca y encuentran las raíces de los sentimientos, las que los hicieran elegirse, aceptarse, las que los mantuvieran unidos durante largos destierros, a pesar de alejamientos intempestivos, reencuentros esperanzados, todavía deseaban lo factible. Fluían en la sangre luces cautivadoras, esas que suelen nombrarse incontenibles y que entre tantas cosas secretas transportaban la semilla implantada de lo efímero, la que ambos ignoraban. Efímero, inadvertido. Crecía constante en esos días confusos en los cuales nada se cuestionaban, ni siquiera sobre las corrompidas estrategias, sobre abusivos reclamos, manipulaciones. A pesar de todo subsistía en ellos cierta solidez afectiva, el convencimiento que todo lo transformaba en probable, aunque los conflictos aumentaran y fueran cada vez más frecuentes. Poco a poco se instalaron sinceridades, aumentaron inseguridades, dudas, el dolor disfrazado de indiferencia. La distancia tangible. A lo largo de e
Desconcierto
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Nelly Perrotta
Cómo sucedió, por qué llegó a eso. No existían en su confusión el mínimo indicio que le develara ni el cómo ni el por qué. Sucedió. Con eso debía bastar. No bastaba. Estaban reunidos alrededor de la mesa; desayunaban. Concentrados en la charla diaria, esclarecían circunstancias que ninguno de los dos tenía el poder ni la capacidad de transformar. Era un momento íntimo, como lo eran por lo general aquellos en los que estaban juntos, lejos del peso de las obligaciones. Vivían en ese juego instalado en el que se convirtiera, juego de a dos que no de a uno. Ella, monólogo sereno. Él, hábil, lo propiciaba escudado detrás de su silencio conveniente, detrás de su aparente participación, detrás del monosílabo desgajado en risas. Hasta que ella decidió callar; encerrada en el silencio buscó sus ojos. No los encontró. Aquéllos no eran sus ojos, ni su piel, ni su buen talante, No era él. Aquel hombre apareció de pronto. La risa torpe que escapara anticipando su indiferencia provocó