Realidades

 

Añoraba aquellos domingos invernales. El sol entibiaba las calles descuidadas de una Buenos Aires por naturaleza gris.

Un conjunto de muchachas cantarinas recorríamos senderos interiores con mayor rapidez que nuestros pies kilómetros de asfalto.

De tanto en tanto, nos parábamos en una esquina cualquiera y desechábamos ocurrencias arrojadas al aire. La risa espontánea destruía asomos de dudas. La carcajada perdonaba desaires; lejanos los días del mañana.

Buenos Aires nos abarcaba, nos llevaba gozosas por avenidas anchas que circundaban palacios imitadores, a sabiendas, de arquitecturas parisinas; espacios compartidos con altas torres edilicias también heredadas de otros lares.

El atardecer pintaba luces de fuego en las plazas y parques; relumbraba sobre los álamos, plátanos, jacarandás; desbordaban calles.

La noche temprana nos devolvía a los suburbios. Regresábamos al encuentro de lo poco o mucho  que nos pertenecía, la realidad a veces querible del hogar; en la mayoría de los casos, al refugio impuesto por las circunstancias personales.  A lo único nuestro, concreto.

Los sueños nos sostendrían hasta el próximo encuentro.

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